Blogia
ATENEO de MELIPILLA Juan Fco. González

Literatura - Juan Olmos Lopomo

Juan Olmos Lopomo

<em>Juan Olmos Lopomo</em>

Poema

Blanca,
blanca del amor, Blanca.
Hija del Dios bueno
mi buena Blanca.

Blanca,
blanca la luna llena
también el crepúsculo
y la hembra del lucero, Blanca.

Blanca,
cuando nace la alborada, es blanca.
Porque estoy en ti
porque estas en mí, siempre, Blanca.

Porque la tarde es tu nombre,
porque la noche también es blanca.
Porque, porque, porque
eres y haces todo
con el dulce color de tu alma, blanca.

Cuando te miro
en el firmamento y la creación,
eres la cordillera engalanada
de nieve pura, tan azul y tan blanca.

Porque huelo tu piel
que es de pétalos de calas blancas,
porque beso tus labios
y me sabes a la pureza de tu esencia
siempre, blanca.

Blanca te esperaba,
con tus alas de hada, blancas,
por las noches de mis tormentos
que se iluminaron con tu presencia, blanca.

Blanca mi poesía,
blancas tus manos,
do mayor en blanco,
agua de tus cabellos, blanca,
Blanca mi vida blanca.

Blanca mi dicha y la tuya,
dulce espuma de la mar, blanca.
Blanca mi principio y mi fin,
la blanca paz, mi eterna paz.
Sin duda,
eternamente mi amada, Blanca.

Para estos días de Navidad

Oye María,
porque no abrís la ventana,
pa’ que se vayan los malos olores,
las malas vibras como dicen ahora.
Oye José,
porque no arriai todos los animales
pa’l fondo el patio
para despejar el frente de la ventana que va abrir la María.
Oye José, oiga María,
porque no me dejan a mí, abrir el portón de más afuera
pa’ que se meta todo el olor a maíz maduro
que viene de lejos,
cabalgando pa’ cá, pa’l terruño.
Y pa’ que al lado de los cerros, de triste secante
el trigo nos mande su perfume de espigas,
su esperanza de pan, su dorada verdad.
Oye gentes, oye pu’ María, oye pu’ José,
por qué no se escapan del relato bíblico
y se integran con los sin casas
con los desamparados,
con los sin azúcar, ni migajas de pan
Con los que no abren puertas ni ventanas,
con los hermanos del género animal,
a ver si de una sola vez, llega el Cristo
y nos libra de todo mal.

Bajo la mesa

Bernabé vivía desde su primer tropiezo en dos casas, una de inmensos corredores, de grandiosos muebles, de inalcanzables lámparas, de resbaladizas y grandes baldosas que invitaban a deslizarse en aquella tremenda máquina de volar que era el choapino de entrada a la soberbia mansión, la otra, la verdadera casa sólo tenía un estrellado cielo bajo la cubierta barnizada de la mesa gigante del comedor, y como soporte a su frágil estructura siempre el mismo travesaño que impedía la danza entre una pata y la otra, que en su caleidoscópico pensamiento, eran columna fuerte para sostener ese otro mundo, en esa otra morada, la del mágico sentir, la del melancólico mirar.

Y desde allí, Bernabé, en medio de la noche, o cuando nadie lo veía, a eso del mediodía, aprendió sus primeras lecciones de piano, divertido por los tremendos pies del ejecutor de turno que de cuando en cuando presionaban los pedales, relacionándolo con la pedaleta gigante de la máquina de coser de su cansada tía Ana, que aunque de pies un tanto mas pequeños, por música no se quedaba, sí, ella movía los pies, la máquina cantaba, y alguna área de ópera también a dúo murmuraban. Y entre los dieciocho meses y tal vez quien sabe unos cuantos años vio avanzar y aminorar el paso de su abuelo herrero, que de canas y recuerdos vestía y se desvestía al calor de algún cuento, de esos de las minas de Andacollo, o de la casa de herreros donde forjó de aceros y metales las herramientas para los hombres de mina y pique -nadie sabía, que muchas veces- oculto en su otra morada escuchó también historias de grandes, de “minas” y bares, o algo así como de arrabales.

La asombrosa y encielada cubierta sobre su pequeña cabeza tenía a su vez dos palancas muy misteriosas e intrigantes puesto que al mecerlas el cielo como que temblaba, y cuando era de oscuridad el espacio en que se ubicaba, las estrellas imaginadas caían como polvo del mismo, a veces nevaba, a veces llovía, y con rápidos movimientos de párpados y una que otra pestañada hasta de colores todas esas visiones se impregnaban.

Por eso, cuando pasaron los tiempos buenos y también la guerra, recuerda siempre con especial atención el día en que sus padres danzaron un tango, y después otro tango, y un bolero, un grandioso vals de nunca acabar, y eran las doce o tal vez la una, y era más de noche, y los gigantes se besaban con grandes besos de gigantes, gemían, gritaban y cantaban, se decían que se amaban, en aquella “casa de los bellos y oscuros días de mi infancia”.

( Del libro “Vuelos literarios 3”. Publicado el año 2001)