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ATENEO de MELIPILLA Juan Fco. González

Latifeh Musri Guzmán

<em>Latifeh Musri Guzmán</em>

El viejo

La madre del viejo Miguel se llamaba Smalla y tuvo otros hijos- uno de ellos – Felipe, se vino a América, a Argentina, por allá en los años de la primera Guerra Mundial. Como pasaba el tiempo y el joven no regresaba, la angustiada madre mandó a su hijo mayor Kesim (Miguel) a que lo trajera de vuelta.

Después de los saludos y abrazos, los dos jóvenes acordaron pasar a lomo de mula la Cordillera de Los Andes hacia un país soñado de lindas mujeres que se llamaba Chile y que tenía el mismo clima y las hermosas serranías de su país natal: El Líbano.

Llegaron a estos suelos a fines de los años 10 y no se fueron nunca más. Se hicieron comerciantes ambulantes. Empezaron con un caballo y luego con una carretela. Después se casaron y fundaron dos familias numerosas. Todos los años les nacía un vástago, como correspondía a aquellos tiempos sin píldoras.

Felipe tuvo 8 hijos, Miguel llegó a contar 13, de los que sobrevivieron 7.

El choque de dos culturas tan dispares marcó la convivencia familiar.

Conocí al Viejo cuando tenía como nueve meses y gateaba liviana y rápidamente por las tablas del corredor. El Viejo paseaba muy tieso en su mediana estatura, dejando tras de sí su prestancia, su importancia y su elevado ego.

Poco a poco fui admirando su espalda firme y derecha, y luego sus bigotes, grandes mostachos con las puntas siempre mirando hacia arriba. Mientras caminaba con pasos firmes iba mascullando bravuconadas que lo hacían temible, pero a veces, cantaba en jerigonza una cancioncilla pegajosa y picaresca de moda por esos días.

Usaba pantalones gruesos de género firme y oscuro, y en los veranos lucía impecable con las chaquetas de género claro.

Cuando se arreglaba para salir, su terno oscuro lucía impecable, y cual si luciera un clavel en el ojal, su reloj de bolsillo, muy de moda en aquellos días, lo acompañaba en su chaleco. Fiel a sus costumbres orientales siempre iba unos pasos más delante de su mujer y de su numerosa prole.

Era el hombre más acogedor que yo haya conocido. Nuestra casa fue siempre punto de reunión para todos sus paisanos. Venían todos los días: del vecindario, de San Antonio, de Santiago... y comenzaba la fiesta. Generalmente con un cordero que se sacrificaba allí mismo y luego se asaba o iba a las numerosas ollas que estaban sobre la gran cocina económica, a leña. Y por las tardes, con grandes gritos, garabatos y risas alrededor de la mesa azul, se jugaba a la brisca; se recordaba a los familiares de allá lejos y se degustaban los deliciosos rellenos de hojas de parra, kepis, yogurt, etc. Según la estación en que estuviéramos.

Otras veces la reunión era para probar la hombría, la fuerza de la raza. El Viejo siempre era el centro de atracción. Su contextura recia y sus dientes de extraordinaria firmeza y forma, se lucían cuando levantaba un saco de trigo o maíz de 80 kilos. Así crecía su dignidad y su nombre, del que estaba orgulloso. El se sentía especial, un macho de buena calidad. Ninguno de sus hijos se le acercaba, porque temían sus reconvenciones y sus enojos; todos, menos yo que lo veía “más allá”, a través de sus ojos. Recuerdo que siempre, siendo niña y más tarde adulta, me paraba frente a él sólo para mirarle sus ojos. Desde entonces han pasado muchos, muchos años y nunca, nunca más, ni en Chile, ni en Argentina, ni en Cuba, ni siquiera en Francia encontré otros ojos como los de él. Se los miré tanto que aún los tengo en mí, en mi alma. Allí todavía brillan.

Eran ojos más bien pequeños, almendrados, de pestañas rubias. El fondo era blanco, límpido, húmedo como el césped en las madrugadas de invierno. Sus pupilas no eran azules, ni celestes, ni moradas. Eran una mezcla única de todos esos tonos. Del iris irradiaban hacia los extremos rayos dorados- como de luz intensa- y entremedio de ellos, unos puntos brillantes del más puro crisol jugaban a prenderse con extraña y gran belleza. No, no los he vuelto a ver nunca más. Sus ojos fueron un milagro irrepetible. Un día se apagó una de esas lámparas. Su temperamento, la fuerza de su carácter, el ímpetu de sus emociones y de sus convicciones, su impulso animal, la fiera que no descansaba se devolvió contra él en la punta de su huasca y se clavó en su ojo derecho.

La vuelta a casa fue dolorosa y amarga. Protegido y apoyado por sus hijos mayores fue llevado a la cama. Fue la primera vez que lo vi agobiado por el dolor físico. Era un gigante herido, un monumento caído. Después de la operación, los técnicos, los mejores de entonces en prótesis de ojos, no pudieron dar jamás, asombrados, con el parecido total de esa piedra preciosa que fue su ojo.

Poco a poco, la casa se fue quedando vacía. La adolescencia de los varones llegó turbulenta, removiendo hasta las más escondidas formas de convivencia familiar, ya de por si difícil y turbia. Las salidas nocturnas amargaban las noches en vela de la madre y encendían la odiosidad y el carácter del Viejo.

Un buen día, los muchachos ya no estuvieron más. Llegaban escondidos por un poco de plata o de comida, hasta que se fueron lejos, a trabajar, a cumplir con sus destinos.

La vida seguía transcurriendo en la casa quinta hecha de adobes enormes con corredores largos, dormitorios grandes donde destacaban los catres de la época, de fierros firmes. Los más importantes eran los del dormitorio de los padres, bellos artefactos de bronce, creados por artesanos del otro siglo que aún desafían el tiempo. Otra pieza importante era la de la esquina. Allí se guardaba todo lo que el Viejo traía del campo. Papas, porotos, frutas secas, también traía pan grande y moreno en sacos quintaleros y el queso que se ponía mantecoso al pasar de los días en la quesera colgada en el corredor. Tampoco olvidaba el Viejo, de traer gallos y gallinas que llenaban de ruido y cacareos las mañanas de la infancia. Al lado del gallinero estaba la pesebrera con 3 ó 4 caballos, fieles y esforzados vehículos de aquellos tiempos que abrieron caminos por todo el país.

Una vez, el Viejo juntó plata y se compró un camión, toda una novedad en esos años, pero luego se aburrió, vendió el camión y siguió con su carretela con caballos, camino adentro y cuesta arriba por Cholqui, Popeta, Culiprán y Alhué, buscando la fortuna que nunca logró para volver a su patria hecho un Creso. Los tiempos eran difíciles, la prole numerosa y su mano demasiado abierta.

El Viejo era agricultor nato. Plantaba en el gran sitio de la casaquinta toda clase de árboles frutales, grandes parronales de uva negra y blanca, también rosada, y en las temporadas de verano sembraba maíz. No faltaban los tomates, pepinos y papas. De aquel entonces se conservan como testigos el níspero junto a la acequia y los árboles de grandes y sabrosas ciruelas rojas.

Tan sólo de observar al Viejo aprendí de valores. En él la honestidad y la honradez marcaban gran parte de su personalidad. A lo mejor por eso pisaba firme, tenía la espalda tan derecha y sus mostachos apuntaban al cielo. Claro que, al mismo tiempo, despotricaba contra todo y todos, maldecía a Dios y decía unos buenos garabatos. Salía a la calle a mirar a las gentes, a invitarlas o se sentaba en la gran piedra que había en la esquina desde los tiempos en que los españoles fundaron la ciudad y marcaron sus calles.

Le gustaban los caballos de carrera. Una vez tuvo uno con una gran estrella en la frente y cada 18 de Septiembre iba a ver las carreras a la chilena frente al Parque municipal.

El Viejo conservó durante muchas décadas sus costumbres y su carácter hasta que el menor de sus hijos, que era el único varón que quedaba en casa, le dijo un día en forma perentoria: “Usted no trabaja más”. Él alegó que sí seguía...pero el joven fue categórico y firme y le dijo una vez más: “no va más...”

Fue la segunda vez que lo vi caer. Ahora su dolor fue psíquico. Su alma pareció deshacerse en mil pedazos y repetía como una letanía:...”qué voy a hacer, qué voy a hacer...”

Ya no hubo más pesebreras ni pajar. Los caballos fueron de nuevo al campo, pero esta vez jubilados, y en lugar de carretela quedó una flamante camioneta.

El Viejo trató de ocupar su tiempo con los amigos, con el sitio o con la gente que pasaba por la calle, pero aquello no era suficiente y fue decayendo poco a poco, hasta que un día cayó en un estado depresivo. Durante varios meses estuvo en cama. A veces se levantaba y trataba de caminar, lo hacía siempre muy erguido, como un árbol, pero de pronto se tumbaba. Empezó a repasar su vida y a recordar a sus hijos. A veces se lamentaba y lloraba recordando a uno u otro de los que no había vuelto a ver. Los desencuentros, rabietas e injusticias separan a las familias más unidas. Entonces me di cuenta de cuánto quería a sus hijos y de lo muy escondido que tenía ese amor.

Una noche su sueño se hizo profundo, reparador y tranquilo; parecía que todo volvía a la normalidad, pero al amanecer del 18 de junio de 1962 un ronquido sordo nos alarmó. Aspiró profundamente el último sorbo de aire y le dijo adiós a la vida.

( Del libro “Vuelos literarios 3”. Editado el año 2001)

2 comentarios

STELLA MARIS TABORO -

Un fuerte abrazo a LATIFEH y a DORA MUSRI

DE STELLA MARIS TABORO

REP ARGENTINA

Sergio -

Me imagino la fuerza y el temperamento de este gran señor, algo de el tengo, su ejemplo de trabajo, que lejos de su madre patria dejo lo que hoy gozan y seguiran gozando de sus logros, bien por la familia Musri, bien.